Compilación
La humildad es como un imán que atrae favores, atrae bendiciones. Cuanto más humilde se vuelve uno, ¡más magnetismo adquiere! Un espíritu humilde atrae honor, atrae favor, atrae bendición. Un espíritu soberbio repele todas esas cosas.
Cuando uno se humilla, el Espíritu Santo se ocupa de cargar con el peso. La humildad permite a Dios hacer lo que Dios hace. La humildad es la clave para adquirir autoridad espiritual: a mayor humildad, mayor autoridad.
Si quieres ver obrar a Dios de maneras portentosas, lo único que tienes que hacer es quitarte de Su camino. ¿Cómo? ¡Con humildad! ¡La manera de quitarte de en medio es postrarte de rodillas! Dicho de otro modo, proceder con humildad es la mejor manera de no estorbar cuando Dios se propone hacer algo.
Dios puede hacer más en un solo día de lo que tú en mil años, pero tienes que adoptar una postura humilde. Tienes que obrar con humildad, estar siempre ávido de aprender. Ponerte de rodillas es la manera más segura y eficaz de llegar adonde Dios quiere que llegues.
¡Ponte de rodillas! Mark Batterson
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Dios desciende hacia el humilde así como las aguas fluyen desde las colinas hacia los valles. Tikhon
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No hay lugar para Dios en la persona cuyo ego ocupa todo su ser. Martín Buber
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Al ser humilde disfrutas de las bendiciones de Mi amor, gozo, paz, fe, paciencia, discernimiento y los frutos de Mi Espíritu en tu vida. Estos te bendicen en tu relación con los demás y liman las asperezas. Hacen de tu relación conmigo algo más vibrante y palpable, pues tomas conciencia de hasta qué punto es Mi bendición lo que te concede la felicidad, a diferencia de todo lo que pudieras lograr con tu propio esfuerzo. Jesús, hablando en profecía
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La parábola del fariseo y el publicano es un mini sermón acerca de la humildad y el auto elogio. El fariseo, petulante y presumido, enamorado de sí mismo y orgulloso en exceso de sus propias obras, le presenta a Dios un listado de sus virtudes, despreciando al pobre publicano que lo mira desde lejos. Se pone por las nubes, se exalta a sí mismo y se muestra totalmente egocéntrico. Y luego se retira sin hallar justificación, condenado y rechazado por Dios.
El publicano, por su parte, siente que no tiene nada de qué jactarse… ni siquiera se atreve a dirigir los ojos al cielo, sino que con rostro demudado se da golpes en el pecho, y clama a Dios, rogándole que tenga piedad de él, que es pecador.
Nuestro Señor nos relata, con gran precisión, la secuencia de la historia de esos dos hombres, uno absolutamente carente de humildad, mientras que el otro, totalmente inmerso en contrición y humildad.
«Les digo que fue este pecador —y no el fariseo— quien regresó a su casa justificado delante de Dios. Pues los que se exaltan a sí mismos serán humillados, y los que se humillan serán exaltados»[1].
Dios valora enormemente el corazón humilde. Vestirse de humildad es algo muy bueno. Está escrito: «Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes»[2]. Lo que acerca al alma suplicante a Dios es la humildad de espíritu. Lo que da alas a la oración es la contrición y la humildad. La soberbia, el orgullo y el engreimiento cierran por completo las puertas de la oración. Quien se acerca a Dios debe hacerlo sin reparar en su propio ego. No debe creerse lo máximo ni tener una idea sobrevalorada de sus virtudes y buenas obras.
La humildad es una virtud cristiana muy poco común, y tiene gran valor en las cortes celestiales, ya que es condición indispensable para la oración eficaz. Da lugar a que Dios obre cuando todas las demás cualidades se quedan cortas. Su retrato perfecto solo puede apreciarse en el Señor Jesucristo. Según las enseñanzas de nuestro Señor, la humildad tiene tal prominencia en Su sistema de religión, y es una característica tan distintiva de Su persona, que omitirla de Sus enseñanzas acerca de la oración sería sumamente impropio, no reflejaría Su forma de ser ni encajaría dentro de Su sistema religioso.
Bienaventurados los que no tienen buenas obras con qué justificarse ni bondad de que jactarse. La humildad prospera en la tierra fértil que proporciona un profundo sentido de ser pecadores, de no ser nada. No hay mejores circunstancias para el perfeccionamiento de la humildad que la confesión de los pecados y la plena confianza en la gracia de Dios. «Siendo yo el mayor de los pecadores, Jesús murió por mí». Así se debe orar, partiendo de la humildad, de lo más bajo; aparentemente desde muy lejos, sin embargo, acercados por la sangre del Señor Jesucristo. Dios habita en los lugares humildes. Enaltece esos lugares humildes abriendo paso al alma que ora.
La humildad es requisito indispensable para la oración sincera. Tiene que ser un atributo, una característica de la oración. La humildad debe estar presente en la oración como lo está la luz en el sol. La oración no tiene inicio, no tiene fin, no tiene ser, si no la acompaña un espíritu de humildad. Como el barco al mar, así es la humildad a la oración, y la oración a la humildad.
La humildad no significa la negación del ser, ni tampoco implica abstraerse de uno mismo. La humildad brota cuando uno vuelve la mirada hacia Dios y Su santidad. En la humildad hay auténtica nobleza y grandeza. La humildad reconoce y se postra ante la inestimable riqueza de la cruz, y las humillaciones de Jesucristo.
La humildad es mucho más que la ausencia de vanidad y orgullo. Es una cualidad positiva, una fuerza sustancial que energiza la oración. La humildad brota de un adecuado concepto de nuestra persona y de lo que merecemos. El fariseo en realidad no rezó —por muy habituado y educado que estuviera en esa disciplina— porque en su plegaria no había humildad. El publicano oró, aunque proscrito por el público y sin recibir aliento alguno por parte de la iglesia, porque oró con humildad. La humildad es sentirnos pequeños porque, en efecto, lo somos. Ser humildes es darnos cuenta de lo indignos que somos porque, efectivamente, lo somos; es sentirnos y declararnos pecadores porque somos pecadores. Nos viene bien hincarnos en actitud de contrición, porque es una postura que denota humildad.
Sin humildad no hay Cristo. Sin humildad, no hay oración. Si quieres dominar el arte de la oración, aprende antes la lección de la humildad. E. M. Bounds
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Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios[3].
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Aunque el Señor es grande, se ocupa de los humildes, pero se mantiene distante de los orgullosos[4].
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Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: «Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados»[5].
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La verdadera humildad y el temor del Señor conducen a riquezas, a honor y a una larga vida[6].
Publicado en Áncora en julio de 2012. Traducción: Quiti y Antonia López.
[1] Lucas 18:14.
[2] Santiago 4:6.
[3] Salmos 51:17.
[4] Salmos 138:6.
[5] Isaías 57:15.
[6] Proverbios 22:4.
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